2016: el año en que la emoción venció a la razón (?)

Llegamos al final del 2016, año cargado de noticias de implicancia mundial (destacaremos el Brexit y las elecciones en Estados Unidos). En el ámbito Física-Astrofísica, destacamos la detección de las Ondas Gravitacionales, el Nobel para Kosterlitz, Thouless y Haldane por el estudio de transiciones de fase en 2D y el lamentable deceso de Vera Rubin (madre de la materia oscura). Sin embargo, el impacto más revelador para la ciencia pareciera ser el que le producirán principalmente los dos hechos políticos mencionados al inicio.

En el ámbito más burocrático del quehacer científico, el Brexit amenaza con cortar proyectos de colaboración entre el Reino Unido y la Unión Europea (sabemos lo importante que es la colaboración con otros colegas en ciencia), dificultando las carreras futuras de los investigadores más jóvenes. Por su parte, Donald Trump es un reconocido negacionista del cambio climático y ya ha hecho pública su intención de retirar a Estados Unidos (el país con las más altas emisiones de dióxido de carbono) del Acuerdo de París. Pero además de estos impactos a la ciencia (entre otros), importa también el contexto bajo el cual ambos acontecimientos vieron la luz.

Si bien las elecciones involucran una variedad de temas, tanto la campaña del Brexit como la de Trump utilizaron predominantemente un discurso no sólo populista sino además alejado de los hechos (tratando a todos los refugiados sirios de terroristas y a todos los mexicanos de delincuentes). Y su éxito hace parecer que en la actualidad los hechos, la evidencia, no es importante a la hora de hacer política: hemos llegado a la era de la post-verdad.

Post-verdad y lo políticamente correcto

El diccionario Oxford ha destacado a post-verdad como la palabra del año (le recomiendo encarecidamente leer este artículo de Kathleen Higgins escrito inicialmente para Nature). ¿Qué entendemos por post-verdad? De acuerdo a Higgins, se refiere a ‘las mentiras descaradas que son ya parte de la rutina de la sociedad, y significa que los políticos pueden mentir sin ninguna sanción’. Ya no esperamos que nos digan la verdad (o algo respaldado con hechos), sino simplemente algo que nos guste escuchar. Obama definió como «significa que todo es verdad y que nada es verdad» al periodismo que sigue esta línea.

Alguien podría preguntar, ¿pero de verdad la gente quiere escuchar discursos sin fundamento, incluso cuando éstos son racistas y clasistas? La verdad es que los discursos no basados en hechos han sido populares desde siempre (por algo los chantas que leen el horóscopo y dicen predecir terremotos abundan en los medios de comunicación), y también es cierto que los seres humanos tenemos la poco sana costumbre de culpabilizar por nuestros problemas sociales a un grupo en particular en vez de buscar una respuesta más compleja (ley del mínimo esfuerzo). Así, es más fácil echarle la culpa de la delincuencia a los inmigrantes en vez de investigar más a fondo su origen. ‘Errar es humano, pero echarle la culpa a otro es más humano todavía‘ reza un viejo chiste… que al parecer no es ni tan viejo ni tan chiste.

Contestando la pregunta entonces, no diremos que la gente quiera escuchar discursos de post-verdad, pero sí que éstos calan profundo. Esto, debido a que el discurso se pronuncia remarcando elementos que potencien el sesgo de confirmación del receptor (una «cámara de eco«, como bien lo graficó Pictoline) y, además añade un elemento clave: victimizarse frente a las críticas, sobretodo aquéllas venidas desde la vereda de lo políticamente correcto. A la corrección política se le ha atribuido parte de la responsabilidad por el auge del populismo de derecha. Y se puede entender por qué: si bien nació con la noble misión de proteger a las minorías, su uso indiscriminado ha provocado un manto de «censura» sobre temas que se vuelven intocables. Y en este terreno es en donde la post-verdad gana fuerza: victimizándose ante «la dictadura de lo moralmente correcto» y dando entonces rienda suelta a su discurso.

No hay que viajar muy lejos para encontrar ejemplos de lo anteriormente descrito: basta con escuchar las declaraciones apocalípticas de personajes chilenos como el Pastor Soto, las cuales lamentablemente encuentran asidero entre algunas personas. Ante la evidente molestia (y con justa razón) que le genera a las personas atacadas, la respuesta es una merecida denuncia por incitación al odio pero sin entrar en detalles de por qué el discurso del personaje en cuestión es condenable. Como consecuencia, el contraataque no se hace esperar: se acusará «coartamiento de la libertad de expresión», y el discurso ofensivo seguirá vigente.

Me parece injusto colocar al discurso discriminador (racismo, xenofobia, homofobia, etc) en un extremo opuesto a la corrección política porque naturalmente es mejor lo políticamente correcto que el racismo a secas. Sin embargo, de todas formas ambos se retroalimentan mutuamente porque comparten un elemento en común: la apelación a la emotividad. Podremos discutir sobre si la corrección política toma o no elementos de la post-verdad (el de imponer un discurso por encima de los hechos), pero lo cierto es que ha sido poco eficiente para contrarrestar los discursos demagogos porque no logra erradicarlos. Apelar a la emotividad no logra convencer opositores, simplemente esconde los tabúes bajo la alfombra… hasta que finalmente explotan.

La Fuerza de la Razón

Por todo lo descrito anteriormente es que postulamos al 2016 en donde los discursos apelando a la emotividad se han impuesto por sobre los discursos que apelan a la razón. Los hechos comprobables, la evidencia, el pensamiento crítico, no han sido puestos en la mesa de los debates. Como consecuencia, los hechos se vuelven irrelevantes y sólo tendrá la «verdad» el que golpee más fuerte y/o hable más bonito.

Se ha dicho que las victorias electorales del Brexit y Trump han sido «un triunfo contra la élite y la globalización», y probablemente no estén tan perdidos. Se ha producido un abismo considerable entre quienes pertenecemos a una élite globalizada y quienes no, tanto en Chile como a nivel mundial. Nos hemos vuelto incapaces de comprender «los problemas reales de la gente», dejando terreno despejado a la demagogia. Y claramente acá no me refiero a una élite económica (de la cual estoy muy lejos de formar parte) sino también a la élite intelectual. Pertenezco a ese grupo reducido de la población que ha sido instruido dentro del pensamiento crítico, tiene estudios de postgrado, tiene un manejo avanzado de inglés y ha viajado fuera de su país de origen en varias ocasiones. Todo esto nos coloca (a mí y a mis colegas) en una posición ventajosa a la hora de acceder a la información, reducir nuestros sesgos y tomar decisiones racionales, pero no todos han tenido tal oportunidad, independiente de la cuna en que hayan nacido. Los que hemos tenido la fortuna de desarrollar una visión crítica tenemos entonces el deber moral de difundirla con tal de que todos como sociedad tengamos la capacidad de tomar mejores decisiones en conjunto. Y aquí no hay espacio para la soberbia: también será nuestra misión analizar en profundidad y aprender por qué tales posturas se vuelven populares de modo de acercar más la visión de la élite intelectual a todos los demás.

Con este objetivo, debemos evitar el menosprecio por quienes no han tenido la misma dicha de nosotros. Como bien dicen en Etilmercurio, la gente que cree en supersticiones como el horóscopo o que las vacunas producen autismo no son idiotas sin remedio. Simplemente, requieren de aprender que existe mucha más información acerca del mundo que nos rodea, la cual debe ser procesada de forma crítica distinguiendo lo importante de lo insignificante. Lo mismo sucede entonces con quienes se inclinan por posturas que a nuestros ojos sean condenables: no necesariamente significa que sean machistas, racistas, homofóbicos, etc. Hay razones más de fondo, y dado que somos nosotros quienes más estamos interesados en proponer un intercambio racional de ideas, debemos aplicar toda nuestra ciencia y nuestro pensamiento crítico para conocer tales razones y así contrarrestar los efectos de los discursos incitantes al odio.

Así es como entonces, el llamado es a defender la ciencia en estos tiempos de post-verdad. Sobretodo ahora que la amenaza del cambio climático está latente. Tal como dice Dan Rather en Scientific American: ahora más que nunca debemos defender la ciencia. Llevar el debate racional al tapete de las discusiones sin duda no será fácil ni tomará poco tiempo, pero es la mejor arma que tenemos para contribuir a una sociedad mejor. Por eso, si bien este año ha sido un tanto desalentador en los aspectos mencionados, utilicémoslo como un momento de aprendizaje para hacer del 2017 un año en donde la razón sí sea capaz de vencer a la emoción.

PD: dado que aquí me referí a la victoria de Trump, más de alguien debe estar diciendo ‘pero Clinton no era mejor, porque representa lo peor de la política estadounidense’. Probablemente tengan razón, pero en ese caso yo me pregunto: ¿cómo es posible que el país que fue capaz de colocar un hombre en la Luna no haya sido capaz de levantar una mejor alternativa frente a un negacionista del cambio climático? ¿cómo se llegó a eso? Una pregunta sin una respuesta sencilla…

3 comentarios en “2016: el año en que la emoción venció a la razón (?)

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